En este texto escrito por Federico Vasches, del Observatorio de Políticas Públicas y Sociales de Río Negro, la representación política puede ser pensada como un relato, en donde los roles asignados se parecen mucho a los que vemos en la ficción, en el arte como metáfora de lo político.
Hay algo performativo en las películas de acción y la asignación de los roles: el malo es un villano de raza y el bueno lo es a pesar de las circunstancias, condición que se hace más notoria en los films infantiles.
Megamalvados con facciones toscas, esos que de sólo verlos uno sabe qué esperar. Acaso crueldad anticipada, violencia absurda, muestras de poder con su séquito que lo acompaña, armas y tecnología de primer nivel, lenguajes extraños, con trayectorias signadas por la tragedia (muchas veces autogeneradas), historias de superación y de decisión extrema, sobreponerse e imponerse a los otros para llegar a ser.
Del otro lado, un héroe (no siempre con capa o traje de tal) de conducta, que siempre encuentra la manera de hacer lo correcto por complicado que sea, que logra lo que se propone, que desde su posición es referencia y que irradia en su comunidad y marca un norte a sus seguidores.
Más épico es aún el relato que se monta en torno al antihéroe, quien detrás de sí ha dejado adversidades, familia, amigos y cuya mayor aventura (suele ser), resolver alguna situación a pesar suyo.
En cualquier caso los roles están bien asignados, nadie podría confundir los buenos con los malos. De un lado la manzana envenenada y las armas mortales, para la venganza necesaria y entonces la aniquilación masiva; contra la espada reluciente, el diálogo, el trabajo colaborativo, el consenso y la justicia.
Si los malos lo son por su perversidad y el uso innecesario y pasional de la violencia en el tribunal moral literario-cinematográfico de la vida, los buenos son compasivos, generosos, valientes, empáticos, orientados por sus valores y sobre todo se deben a sus comunidades.
Se dice que el arte es un reflejo de la sociedad de la que emerge ya que la obra cristaliza un momento importante, que amerita ser compartido e inmortalizado. En este sentido el cine y sus personajes son representaciones sociales de un imaginario concreto. Héroes y villanos situados, europeos, norteamericanos o de medio oriente.
Pero claro, la potencia de una sociedad impacta más allá del arte, alcanzando y delineando el sistema político e institucional, con sus propios personajes.
En este caso el set ya no es un estudio de grabación sino los partidos políticos y los montajes, las escenas que dicen actuar, son las mismas políticas públicas que acaban impactándonos.
En esta estructura de democracia delegativa, nuestros representantes lo son mediante los partidos y en consonancia con un sistema de valores y creencias, decidimos elegir a los mejores exponentes de cada lado y nos hacemos extensivos en ellos.
Siempre tanto en el cine (en la obra de arte) como en la política, tomamos partido por uno. Nos gusta y necesitamos sentirnos de un lado, pertenecer a un espacio.
En este sentido al que elegimos lo convertimos automáticamente en el bueno y le atribuimos toda esa carga de valores, imagen y comprendemos y expresamos que él los representa. Desde ya que todo el universo de actores que queda algo más distante de nuestra selección lo configuramos como los otros, la oposición, lo rebelde: los malos.
Ahora bien, el escenario es algo más complejo porque los roles no están guionados (como en el cine) y los actores no ocupan papeles preestablecidos, sino que somos los votantes y simpatizantes de unos u otros, quienes se los asignamos.
Para cada bueno habrá un malo y para cada malo habrá un bueno, pero en la dialéctica representante – representado, estos roles se modificarán según quien observe el fenómeno.
Lejos quedan los roles y las conductas esperadas de héroes y villanos del cine, frente a una clase política que en demasiadas ocasiones tiende a minimizar cuando no a desconocer lo institucional
Una posibilidad de revisar buenos y malos, no ya desde sus valores o acciones, sino desde la óptica del representado, completamente estéril.
Aquí se produce una especie de disociación entre el ser y el representar, porque si no importa lo que haga el representante es valorado como bueno por haber sido elegido, poco sentido tiene el atributo de bondad o maldad en este caso.
Lejos quedan los roles y las conductas esperadas de héroes y villanos del cine, frente a una clase política que en demasiadas ocasiones tiende a minimizar cuando no a desconocer lo institucional.
De alguna manera uno puede esperar algo así de los “malos”, de los otros que no representan a nadie (o por lo menos no a mi), de esos que han hecho del juego de la política y los cargos públicos un estilo de vida, pero que poco se comprometen en modificar realidades de los de abajo.
Y es allí donde deberían aparecer los “buenos”, alguno de ellos, los que se preocupan por los otros, por intereses comunes, por el bienestar generalizado.
Pero claramente nada de ello es tan sencillo ni tan nítido y el problema no es qué esperamos de los malos, sino las opacas reacciones de los buenos.
Me pregunto entonces: si luego de tanto entrevero de política, partidos, ciudadanía, valores, pragmatismo, intereses, Estado; si al final de todo esto el bueno se convierte en el malo, ¿el malo qué es?













