Sobre una piedra antigua, la madrugada del 11 de agosto, un hombre escribió su sentencia de muerte, y dio vida con ello a todo el coraje de la tierra.
El Muro de los Lamentos, en Jerusalén, es lo que queda del segundo templo judío destruido por los romanos en el año 70. Para millones, es el último fragmento tangible de un pacto con Dios. En el muro se llora, se agradece y se ruega. Las palabras allí se escriben en voz baja y papel pequeño, después se esconden en las grietas. Durante siglos, el muro ha sido un espacio de recogimiento, de unanimidad espiritual.
La inscripción sobre el cristal del muro reactivó el carácter conflictivo de la memoria, expuso la tensión entre pasado y presente que todo pueblo atraviesa en contextos de guerra. En este caso, la marca simbólica vuelve a abrir la pregunta sobre cómo un Estado, en nombre de su seguridad, puede chocar con la memoria histórica de la vulnerabilidad y el sufrimiento humano.
En una de sus dimensiones, el lenguaje es un pacto social, un acuerdo tácito que teje la vida en común, un pacto que organiza lo que se dice y lo que no se dice. Este mismo pacto legítima márgenes de lo tolerable, construye muros, los derriba. El lenguaje no disciplina la vida, la construye, la forma y la transforma. La escritura del muro no sólo irrumpe en el consenso, sino que transforma el lenguaje mismo en forma de resistencia: la palabra se convierte en territorio de disputa, allí se redefine la legitimidad de la violencia.
Foucault plantea que los discursos no reflejan la realidad: la construyen. El lenguaje es una forma de poder que delimita lo pensable y lo dicho. En su conferencia Society Must Be Defended, plantea que la guerra funciona como modelo de inteligibilidad política: “la guerra” organiza nuestro modo de pensar lo político.
Los discursos marcan. Dicen qué le importa a la gente. Pero se oyen más los que tienen pantallas, micrófonos, imprentas. El silencio también habla. Los que no tienen nada escriben en los muros.
La madrugada del once de agosto, un joven de veintisiete años, perteneciente al pueblo judío ortodoxo en Jerusalén, decidió romper el pacto de silencio. Introdujo una grieta. Devolvió a la palabra su potencia de estallar lo establecido, de forzar la costura del consenso, de revelar que el silencio nunca es pleno y que siempre puede alojar otra lectura, inclusive de la guerra.
Las guerras mienten. Todos lo dicen, todos lo saben
Barthes hablaba del punctum como eso que hiere en una imagen, lo que te rompe sin avisar, como un asteroide a los sentidos. No es lo que se ve de manera obvia, ni lo que el autor quiso mostrar; es un detalle punzante, molesto, que obliga a mirar de manera distinta. El punctum hace que lo cotidiano deje de serlo, que lo que parecía estable se tambalee. Es un elemento que rompe la uniformidad de la representación y se inserta en la memoria de quien observa. El mensaje rojo sobre la piedra funciona como punctum: no rompe la memoria, la convoca.
Derrida dijo una vez: ningún signo está cerrado. “Holocausto” junto a “Gaza”, no es comparación, no es justificación. Abre la palabra. La estira. Interrumpe la rutina del rezo. Propone otro sentido. Obliga a mirar la guerra que sucede a metros de la conciencia.
Mi libertad es ser lo que no quieren que sea
حُرّيتي أن أكون كما لا يريدون لي أن أكون.
Mahmoud Darwish

Fue literatura. Llegó como sabe, interrumpiendo las cosas, desempolvando el sentido común, forjando otro modo de ver. La literatura tuerce la quietud y desordena los escenarios. Al irrumpir en el muro, actúa como herejía semántica: desestabiliza la normalidad de la representación y abre un espacio donde el significado de la guerra puede ser cuestionado.
Los discursos marcan. Dicen qué le importa a la gente. Pero se oyen más los que tienen pantallas, micrófonos, imprentas. El silencio también habla. Los que no tienen nada escriben en los muros
Audre Lorde dijo una vez que la poesía es la manera de nombrar lo que todavía no tiene nombre, como un bautismo que entrega existencia. Nace del extrañamiento: de mirar lo de todos los días hasta singularizarlo, de producir un desajuste en la mirada.
Es verdad que la literatura no detiene las bombas. No detuvo el bombardeo al Hospital Nasser en el sur de Gaza el 25 de agosto, ni el asesinato de los alrededor de 244 periodistas y trabajadores del registro muertos en territorio bélico.
También es verdad que, mientras la guerra disputa apropiarse del lenguaje para nombrar los enemigos, decretar sus muertes, consagrar silencios; la literatura sucede, una madrugada del trazo de un hombre joven y valiente y lo desarma todo, por algunas horas, las suficientes para intentar no olvidar lo que nos cuesta mirar de frente.
Bibliografía
- Arendt, H. (2005). La condición humana. Paidós. (Trabajo original publicado en 1958).
- Barthes, R. (2009). El grado cero de la escritura. Siglo XXI Editores. (Trabajo original publicado en 1953).
- Foucault, M. (2002). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores. (Trabajo original publicado en 1975).













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